Durante varias décadas la noción de
país industrializado fue equivalente a la de país desarrollado. En la
actualidad, la mayoría de esas potencias se han ido desindustrializando al
trasladar un creciente porcentaje de su actividad manufacturera a China y otros
países asiáticos. Los altos costos laborales y la creciente conciencia
ecologista en las otrora potencias industrializadas son parte de los factores
que originan la relocalización de esa actividad productiva.
La idea de lograr el
desarrollo a través de un
creciente grado de industrialización sigue siendo una gran aspiración en la
mayoría de los países de la periferia que compiten por atraer tales inversiones.
Asocian la industrialización al logro de objetivos de modernidad, bienestar y progreso,
a partir de transformar la producción campesina y artesanal en una gran
producción en serie, acelerando el crecimiento urbano como propulsores del
mercado interno. Generalmente, ese impetuoso ritmo de la actividad industrial viene
acompañado por la emanación de gases con efecto invernadero; efluentes líquidos
que se vierten en ríos, lagos y mares; y la acumulación de desechos sólidos que
terminan siendo una bomba de tiempo. Esto es causa del calentamiento global y
de un daño irreparable a la biodiversidad, con su secuela de millares de víctimas
debido a las sequías, desertificación, tormentas e inundaciones, así como de la
expulsión de millares de campesinos de sus tierras, ahora destinadas a fines más
rentables como la producción de biocombustibles que explica el brutal encarecimiento
de los alimentos básicos, así como de su escasez, acaparamiento, especulación.
En los hechos, ese desarrollo se ha limitado al crecimiento del PIB, de las
inversiones, el consumo, las exportaciones, las reservas internacionales, etc.
sin llegar a cumplir la promesa de mejorar la calidad de vida, el bienestar y
la felicidad de todos los ciudadanos. Esta noción economicista del desarrollo debe ser cuestionada, toda
vez que está ligada a una creciente explotación de los trabajadores y a la depredación
de la naturaleza. Ante el agotamiento del modelo desarrollista, se impone
diseñar nuevas alternativas que permitan armonizar el crecimiento económico con
el desarrollo humano integral y la protección de la biodiversidad.
El desarrollo no
puede ser un fin cuantitativo sino un proceso cada vez más cualitativo que trascienda la satisfacción de
las necesidades materiales de la población e incluya la satisfacción de sus
necesidades intelectuales, emocionales y espirituales. Se trata de saber vivir
en armonía con la naturaleza y no en conflicto con ella, reconociendo que somos
parte de la Madre Tierra y que si la dañamos nos perjudicamos todos los que en
ella habitamos.
Ahora bien, ni la
experiencia de desarrollo capitalista ni lo que se conoció como socialismo real
resolvieron esta contradicción. Por lo tanto, no será la mano invisible del
mercado ni el burocratismo estatal quienes indiquen la dirección del progreso
humano. Esto solo será alcanzable a partir de un nuevo acuerdo social, político
y económico capaz de garantizar aquellas condiciones básicas para la
supervivencia de la humanidad. Se trata de saber
vivir construyendo los grandes consensos en los marcos de una sociedad diversa y plural para poder
alcanzar objetivos comunes de bienestar colectivo. Estos acuerdos deben
tener como principio rector una relación armoniosa entre los seres humanos y su
ambiente natural, asegurando la distribución
equitativa de la riqueza generada con el esfuerzo productivo de todos, más
allá del consumismo mercantil que tiende a agotar las fuentes de recursos
energéticos y de materias primas. Se trata de saber vivir para lograr el progreso humano integral, en armonía con
la naturaleza y no en conflicto con ella. Somos parte de la Madre Tierra y si
la dañamos nos perjudicamos todos los que en ella habitamos.
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