lunes, 6 de agosto de 2012

El mito del desarrollo

Durante varias décadas la noción de país industrializado fue equivalente a la de país desarrollado. En la actualidad, la mayoría de esas potencias se han ido desindustrializando al trasladar un creciente porcentaje de su actividad manufacturera a China y otros países asiáticos. Los altos costos laborales y la creciente conciencia ecologista en las otrora potencias industrializadas son parte de los factores que originan la relocalización de esa actividad productiva.
La idea de lograr el desarrollo a través de un creciente grado de industrialización sigue siendo una gran aspiración en la mayoría de los países de la periferia que compiten por atraer tales inversiones. Asocian la industrialización al logro de objetivos de modernidad, bienestar y progreso, a partir de transformar la producción campesina y artesanal en una gran producción en serie, acelerando el crecimiento urbano como propulsores del mercado interno. Generalmente, ese impetuoso ritmo de la actividad industrial viene acompañado por la emanación de gases con efecto invernadero; efluentes líquidos que se vierten en ríos, lagos y mares; y la acumulación de desechos sólidos que terminan siendo una bomba de tiempo. Esto es causa del calentamiento global y de un daño irreparable a la biodiversidad, con su secuela de millares de víctimas debido a las sequías, desertificación, tormentas e inundaciones, así como de la expulsión de millares de campesinos de sus tierras, ahora destinadas a fines más rentables como la producción de biocombustibles que explica el brutal encarecimiento de los alimentos básicos, así como de su escasez, acaparamiento, especulación.
En los hechos, ese desarrollo se ha limitado al crecimiento del PIB, de las inversiones, el consumo, las exportaciones, las reservas internacionales, etc. sin llegar a cumplir la promesa de mejorar la calidad de vida, el bienestar y la felicidad de todos los ciudadanos. Esta noción economicista del desarrollo debe ser cuestionada, toda vez que está ligada a una creciente explotación de los trabajadores y a la depredación de la naturaleza. Ante el agotamiento del modelo desarrollista, se impone diseñar nuevas alternativas que permitan armonizar el crecimiento económico con el desarrollo humano integral y la protección de la biodiversidad.
El desarrollo no puede ser un fin cuantitativo sino un proceso cada vez más  cualitativo que trascienda la satisfacción de las necesidades materiales de la población e incluya la satisfacción de sus necesidades intelectuales, emocionales y espirituales. Se trata de saber vivir en armonía con la naturaleza y no en conflicto con ella, reconociendo que somos parte de la Madre Tierra y que si la dañamos nos perjudicamos todos los que en ella habitamos.
Ahora bien, ni la experiencia de desarrollo capitalista ni lo que se conoció como socialismo real resolvieron esta contradicción. Por lo tanto, no será la mano invisible del mercado ni el burocratismo estatal quienes indiquen la dirección del progreso humano. Esto solo será alcanzable a partir de un nuevo acuerdo social, político y económico capaz de garantizar aquellas condiciones básicas para la supervivencia de la humanidad. Se trata de saber vivir construyendo los grandes consensos en los marcos de una sociedad diversa y plural para poder alcanzar objetivos comunes de bienestar colectivo. Estos acuerdos deben tener como principio rector una relación armoniosa entre los seres humanos y su ambiente natural, asegurando la distribución equitativa de la riqueza generada con el esfuerzo productivo de todos, más allá del consumismo mercantil que tiende a agotar las fuentes de recursos energéticos y de materias primas. Se trata de saber vivir para lograr el progreso humano integral, en armonía con la naturaleza y no en conflicto con ella. Somos parte de la Madre Tierra y si la dañamos nos perjudicamos todos los que en ella habitamos.