XVIII Encuentro
del Foro de Sao Paulo
II Seminario sobre
Gobiernos Progresistas y de Izquierda
Caracas, 5 de
julio de 2012
|
Venezuela:
de la desindustrialización neoliberal
a la industrialización socialista
Víctor
Álvarez R.
Contenido
El
extractivismo es un modelo de acumulación basado en la obtención de una renta
por la explotación de recursos naturales y energéticos. Lleva a la dependencia
de los países ricos en materias primas pero pobres en tecnología, los cuales se
limitan a vender tales recursos en lugar de transformarlos industrialmente. Es
un modelo depredador del ambiente toda vez que agota los yacimientos o los
extrae a un ritmo superior a la tasa de reposición (Acosta, 2011).
Es un modelo
de enclave con una actividad aislada del resto de la economía y poco impacto
sobre desarrollo endógeno. Coexisten sistemas de alta y baja productividad, baja
densidad de empresas industriales por cada mil habitantes, poca diversificación
e integración industrial. La mala asignación de los factores productivos distorsiona
la dinámica económica. El comercio y los servicios tienden a cobrar más
importancia que la agricultura y la industria, que son los sectores en los que
descansa la soberanía productiva, toda vez que son los que proveen los bienes
que se requieren para satisfacer las necesidades de la población.
Los países
con fuerte arraigo extractivista dependen de la captación de renta
y no del esfuerzo productivo para satisfacer sus necesidades. La abundancia de
divisas tiende a sobrevaluar la moneda nacional. Así resulta más rentable
importar que producir. Los productores se transforman en importadores y desplazan
a la producción nacional: importan porque no producen y no producen porque
importan. La crisis estalla cada vez que los precios del recurso natural se
desploman, no ingresa la misma cantidad de divisas y se impone la obligación de
devaluar, generando así inflación, desempleo, pobreza y exclusión.
2. La
mentalidad rentista: ¿Qué
hacer con la renta petrolera?
La
certificación de cuantiosas reservas crea una ilusión de prosperidad. Desde
que apareció el petróleo en Venezuela ha sido mucho más fácil devorar la renta
comprándole al resto del mundo lo que bien pudiéramos estar generando
internamente con nuestro propio esfuerzo productivo. De allí que la
mentalidad rentista sea aquella que pretende generar ingresos sin tener que
trabajar. Así pues, en los países con modelos extractivistas-rentistas, el ingreso
no es fruto de su esfuerzo productivo sino de la explotación de una herencia de
la naturaleza. Esta abundante renta permite comprarle al resto del mundo lo que
deberían estar produciendo internamente (Mommer, 2004).
La
alternativa al rentismo pasa por un profundo cambio cultural. Hay que sustituir
la mentalidad rentista que procura captar la mayor renta posible para
consumirla, por una nueva cultura de la inversión y del trabajo. Pero esta inversión no puede ser
sólo en infraestructura, también es clave la inversión social y la inversión en
ciencia y tecnología. Todas son imprescindibles para poder transformar los
recursos naturales que ahora exportamos sin mayor valor agregado, en una
producción industrial que permita sustituir importaciones y diversificar la
oferta exportable para generar nuevas fuentes de divisas que nos hagan menos
dependientes del ingreso petrolero.
Venezuela
posee las reservas de crudos más grandes del mundo (OPEP, 2011). De allí la
importancia de sembrar el petróleo para impulsar el desarrollo de un sólido
aparato productivo, sustituir importaciones, diversificar la oferta exportable
y lograr la soberanía productiva que nos permita vivir de nuestro propio
esfuerzo productivo y conjurar los traumas que genera el comportamiento
errático de la renta petrolera.
La renta
petrolera debe tener varios destinos. La “siembra del petróleo” no debe ser
vista solo como inversión en autopistas, ferrovías, metros, puentes, centrales
termo o hidroeléctricas y demás obras de infraestructura. Este enfoque “desarrollista”
fue el que predominó en la IV República anterior a la Revolución Bolivariana, y
por eso la inversión de la renta favoreció a las empresas contratistas a las
que se les adjudicaban las obras, mientras el desempleo, la pobreza y la
exclusión social causaba estragos en la mayoría empobrecida de la población. La
inversión en infraestructura es necesaria más no suficientes.
En su
determinación por acabar con estos flagelos sociales, la Revolución Bolivariana
invierte un porcentaje creciente de la renta petrolera para garantizar el
derecho de todos los venezolanas/os al trabajo, alimentación, educación, salud,
vivienda, ciencia, tecnología, cultura, deporte, etc. Otro porcentaje
significativo es invertido en el Fondo de Desarrollo Nacional (FONDEN) y distintos
fondos de desarrollo nacional y patrimonial que minimizan el impacto negativo
del comportamiento errático que a lo largo de la historia han tenido los
precios del petróleo.
La política
de sustitución de importaciones se caracterizó por la transferencia de una
parte de la renta petrolera al capital industrial a través de créditos a bajas
tasas de interés y largo plazo, protección arancelaria y para-arancelaria,
incentivos fiscales, financieros, cambiarios, compras gubernamentales,
suministro de materias primas, capacitación de la fuerza de trabajo, asistencia
técnica, etc. La inversión pública en la infraestructura básica y servicios de
apoyo a la actividad industrial y la creación de un mercado interno a través
del incremento de la nómina pública que demanda los bienes producidos por la
industria nacional también apoyaron y facilitaron este proceso de acumulación
(Álvarez, 2011).
La creación
de un mercado cautivo a favor de la producción nacional se logró a través de restricciones cuantitativas, de un régimen de licencia
previa, aranceles sobre el valor y volumen de las importaciones, notas o
barreras para-arancelarias que prohibían o sometían a licencia previa buena
parte de los renglones de importación; aplicación de cupos de importación, todo
lo cual restringía la competencia externa en el mercado interno.
La
Revolución Bolivariana heredó un sector industrial ineficiente, incapaz de
sobrevivir sin la sobreprotección estatal; con unas estructuras de mercado
oligopólicas y con altos niveles de capacidad ociosa, cuyo efecto final se
manifestó en la imposición de una carga sobre los trabajadores y consumidores,
quienes se vieron obligados a pagar mayores precios por artículos de menor
calidad.
Con
el fin de lograr la soberanía productiva, hay que reimpulsar el proceso de
industrialización para sustituir eficientemente el alto volumen de
importaciones de productos manufacturados que aún se realiza, así como para
diversificar la oferta exportable y generar nuevas fuentes de divisas que nos
haga menos dependientes del ingreso petrolero. Pero esta vez hay que hacerlo
reorientando los incentivos públicos hacía las empresas de la economía social
llamadas a producir valores de uso que satisfagan las necesidades básicas y
esenciales de la población, en condiciones de excelente calidad y bajos costos;
así como generar un creciente excedente para financiar la inversión social y
comunitaria (Álvarez, 2010).
Al contrario
de la escasez de divisas que obligó a muchos países a promover la
industrialización, en Venezuela se ha realizado en condiciones de un abundante
ingreso en divisas provenientes de las exportaciones petroleras. Es la
necesidad de legitimar el régimen político de la democracia representativa y la
presión por encontrar nuevas formas de acumulación, las razones que en su
momento llevan a impulsar la industrialización como un gran proyecto
modernizador de interés nacional (Álvarez, 2011).
Por eso, la
industrialización por sustitución de importaciones fue un proceso subsidiado
por el Estado de la IV República, el cual transfirió parte de la renta
petrolera a la burguesía industrial a través de incentivos arancelarios,
fiscales, financieros, cambiarios, compras gubernamentales, suministro de
materias primas, capacitación técnica, inversiones en infraestructura y
servicios de apoyo a la actividad industrial, asistencia técnica., etc. Los
abundantes subsidios y la elevada protección de la que gozó la inversión
industrial permitieron asegurar altos niveles de ganancia y rentabilidad en un
mercado cautivo, resguardado de la competencia de productos importados. Pero
los rezagos en calidad, productividad y competitividad de la industria nacional
condenaron a los trabajadores a comprar productos más caros y de inferior
calidad que los importados.
Y así como se
impuso un modelo de protección indiscriminada e irracional que ciertamente hizo
posible un mayor grado de industrialización de la economía venezolana, se pasó
luego a un proceso de apertura indiscriminada del mercado interno y
liberalización generalizada de las importaciones, las cuales comenzaron a
desplazar a la producción nacional y a erosionar la generación de empleos
productivos.
En lugar de
reeditar el proteccionismo a ultranza o la apertura extrema, se trata ahora de
reimpulsar la industrialización para transformar el capitalismo rentístico en
un nuevo modelo productivo socialista, que asegure la soberanía productiva y
erradique las causas estructurales del desempleo, la pobreza y la exclusión
social.
La
reactivación de la economía nacional no será gracias a la mano invisible del
mercado sino obra de una sabia y oportuna actuación del Estado. Lograr y
mantener la reactivación de la economía pasa por concentrar el impacto de los
incentivos públicos en los sectores con mayor efecto multiplicador: los de más peso en la
estructura del PIB que han sufrido una mayor contracción. En Venezuela, la
manufactura es el sector que más aporta en la conformación del PIB (15 %) (BCV,
2011).
Por su peso específico en el PIB,
cualquier crecimiento o contracción de la industria repercutirá en la dinámica
general de la economía y el empleo. La manufactura tiene un gran
impacto sobre las cadenas productivas. Hacia atrás demanda materias primas a la
agricultura, pesca, forestal, minería, etc. Hacia adelante ofrece bienes
intermedios y finales para el desarrollo de otros sectores. Demanda también
servicios de apoyo, agua, gas, electricidad, telecomunicaciones,
financiamiento, infraestructura, redes de distribución y comercialización. Si
crece la industria crecen también estos sectores.
Solo a través
de un firme reimpulso a la industrialización
transformaremos la economía rentista e importadora en un nuevo modelo
productivo capaz de sustituir eficientemente el alto volumen de importaciones,
diversificar la oferta exportable y ser cada vez menos vulnerables a los
traumas que ocasionan los altibajos del ingreso petrolero. En
este sentido, la política económica del Gobierno Bolivariano se propone ir más
allá de la simple reactivación económica para plantearse, fundamentalmente, la
transformación de una economía rentista en un nuevo modelo productivo
socialista.
La idea de lograr el desarrollo a través de un creciente grado de
industrialización sigue siendo una gran aspiración en la mayoría de los países
de la periferia. Asocian la industrialización al logro de objetivos de modernidad,
progreso y bienestar. Otros entienden el desarrollo como la construcción de autopistas, ferrovías, metros,
puentes, centrales hidroeléctricas y demás obras de infraestructura.
Generalmente, el impetuoso ritmo que alcanza la
actividad industrial viene acompañado por la emanación de gases con efecto
invernadero; efluentes líquidos que se vierten en ríos, lagos y mares; y la
acumulación de desechos sólidos que terminan siendo una bomba de tiempo. Esto
es causa del calentamiento global y de un daño irreparable a la biodiversidad,
con su secuela de millares de víctimas debido a las sequías, desertificación y
catástrofes ambientales. Por su parte, la inversión en infraestructura es
necesaria más no suficiente. El desarrollo tiene que ser sobre todo un proceso
que garantice el derecho al trabajo, alimentación, educación, salud, vivienda,
ciencia, tecnología, cultura, deporte y demás condiciones en las que se
sustenta la calidad de vida, bienestar y felicidad de la gente.
El verdadero desarrollo humano integral solo será
alcanzable a partir de un nuevo acuerdo social, político y económico que
garantice las condiciones básicas para lograr la mayor suma de felicidad
posible para el pueblo. Se trata de construir los grandes consensos en el marco
de una sociedad diversa y plural para
alcanzar objetivos comunes de bienestar colectivo. Estos acuerdos deben
tener como principio rector una relación armoniosa entre los seres humanos y la
naturaleza, así como la distribución
equitativa de la riqueza generada con el esfuerzo productivo de todos.
Se trata de saber vivir para lograr
el progreso humano integral, en armonía con la naturaleza y no en conflicto con
ella.
En
la lógica del capital, el desarrollo se mide a través del PIB. Pobre de aquel
país cuyo gobierno no muestre la eficacia de su política económica para
incentivar el consumo privado como fuerza motriz del crecimiento económico. Cada
caída de la demanda se traduce en una disminución de las ventas y, en
consecuencia, en una merma de las ganancias que se materializan en cada
transacción.
Desde
esa lógica perversa y alienante se le hace el juego a la reproducción del
capital. Cada vez que cae el PIB, los gobiernos suelen ofrecer incentivos a la
inversión privada, convencidos de que la reactivación de la economía pasa por
la recuperación de la demanda agregada, sustentada en la inversión pública y
sobre todo en el consumo privado.
Exacerbar
el consumismo mercantil para recuperar las ventas y facilitar un ascendente
nivel de ganancias que estimule la inversión resulta ser la panacea para
reactivar la economía y, supuestamente, generar los empleos que se requieren
para combatir la pobreza y la exclusión social. Una paradójica e insostenible
noción de desarrollo que se logra al
precio de profundizar la explotación del trabajo asalariado y depredar cada vez
más la naturaleza (Álvarez, 2012).
Los recursos
naturales son cada vez más limitados, la Tierra no tiene forma de ser ampliada
y está cada vez más degradada. La voracidad del crecimiento
capitalista se satisface extrayendo de la naturaleza todo cuanto le sea útil
para producir mercancías que puedan ser vendidas para lograr más y más
ganancias. Según el índice Planeta vivo de la ONU, en menos de 40 años la
biodiversidad sufrió una merma del 30% y desde 1998 las emisiones de gases de
efecto invernadero se han incrementado en 35 % (ONU, 2011). Es hora de pensar
en una nueva noción del desarrollo socialista que supere la lógica del capital,
basada en el crecimiento ilimitado del PIB.
La
industrialización socialista es un proceso planificado del crecimiento y
desarrollo de las capacidades productivas y tecnológicas dedicadas a
transformar materias primas en insumos básicos, bienes intermedios y productos
de consumo final, con el fin de satisfacer fundamentalmente las necesidades básicas
y esenciales de la población.
Es la fuerza
motriz para impulsar la transformación de una economía rentista, que casi todo
lo importa y poco produce, en una nueva economía independiente y soberana. Es
la única estrategia posible para transformar el modelo primario-exportador que
impusieron las grandes potencias industrializadas y nos condenó a ser
exportadores de petróleo y materias primas por un nuevo modelo productivo capaz
de sustituir eficientemente importaciones, diversificar la oferta exportable y,
de esta manera, ahorrar y generar nuevas fuentes de divisas que nos hagan menos
dependientes del ingreso petrolero.
La
industrialización socialista es un componente fundamental de una política
económica diseñada para avanzar hacia el logro de los objetivos de seguridad y
soberanía alimentaria y productiva. Es la mejor manera de generar empleos
verdaderamente fructíferos, cuya remuneración tenga como contrapartida la
producción de una abundante oferta de bienes y servicios destinados a
satisfacer las necesidades básicas y esenciales del pueblo trabajador.
Además, al
satisfacer la demanda interna con producción nacional se evita que los ajustes
en el tipo de cambio -que encarecen el componente importado y repercuten en la
estructura de costos-, desborden las presiones inflacionarias. Por eso requiere
un manejo inteligente de la política macroeconómica y microeconómica; es decir,
la fijación de un tipo de cambio que exprese la verdadera productividad de la
economía no petrolera; una política arancelaria y fiscal que desaliente las
importaciones y favorezca la producción nacional; así como incentivos
monetarios y financieros para la inversión productiva.
La industrialización socialista
está llamada a superar una menguada y cada vez más cuestionada idea del desarrollo ligada a una promesa de
bienestar, felicidad y calidad de vida que, en la práctica, ha reducido esta
gran aspiración humana a parámetros mercantiles de crecimiento económico y
consumo (Fundación Rosa Luxemburg, 2011).
La idea del desarrollo industrial queda totalmente
desdibujada si se sustenta en las mismas prácticas depredadoras de la
naturaleza que ha puesto en riesgo la supervivencia del planeta. La
industrialización socialista plantea la necesidad de construir alternativas que
salgan del patrón impuesto por las grandes potencias a los países de la
periferia, el cual los ha condenado al papel de extractores de materias primas
y recursos energéticos en un mercado mundial regido por lógicas neoliberales
Durante décadas la noción de
país industrializado fue equivalente a la de país desarrollado, pero en la
actualidad, la mayoría de esas potencias se han desindustrializado al trasladar
buena parte de su actividad manufacturera a China y otros países asiáticos. Los
altos costos laborales y la creciente conciencia ecologista en las otrora
potencias industrializadas explican la relocalización de su actividad fabril.
La noción del desarrollo
limitada al
crecimiento del PIB, inversiones,
consumo, exportaciones, reservas internacionales, ganancias, etc. no ha
podido cumplir con la promesa de mejorar la calidad de vida, el bienestar y la
felicidad de todos los ciudadanos. El desarrollo no puede ser un fin cuantitativo sino un proceso cada
vez más cualitativo, que trascienda las necesidades materiales e incluya la
satisfacción de las necesidades intelectuales, emocionales y espirituales de la
gente.
La industrialización socialista marca clara
distancia con el sesgo
economicista del desarrollo, el cual
se basa en la explotación de los trabajadores y en la depredación de la
naturaleza, consecuencia inevitable de la exacerbación del consumismo
capitalista que tiene a agotar los yacimientos de energía y los recursos
naturales.
Y, lo más
importante, la industrialización socialista tiene que basarse en nuevas formas
de propiedad social que liberen al trabajador asalariado de la explotación del
capital y creen nuevas formas de democracia económica a través de las cuales
sean los propios trabajadores quienes construyan los acuerdos básicos para
remunerar su esfuerzo productivo e invertir los excedentes, en función de
resolver los problemas de los trabajadores, la comunidad y la propia empresa de
propiedad colectiva.
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