Hasta hace poco, el debate económico en América Latina estuvo dominado por el Consenso de Washington, cuya agenda establecía el desmontaje de las capacidades de intervención del Estado para dejar el desarrollo del comercio y la inversión bajo la dinámica de las fuerzas ciegas del mercado. Pero la reciente crisis financiera internacional una vez más dejó en evidencia la incapacidad de los mecanismos del mercado para restaurar automáticamente los equilibrios básicos de la economía.
Las políticas económicas a favor de la intervención del Estado o del funcionamiento del mercado no pueden asumirse como opciones antagónicas e inconciliables. Asumir este enfoque maniqueo nos llevaría a otorgarle todo el poder de decisión, o bien a la burocracia estatal o bien a la mano insensible del mercado. La dinámica de las relaciones entre mercado y Estado no es un asunto que pueda resolverse de una vez y para siempre, para todas las situaciones y coyunturas. La conveniencia de diferentes niveles de regulación estatal constituye, hoy en día, uno de los asuntos claves en la reformulación de las estrategias de desarrollo, particularmente en los países subdesarrollados.
Sin embargo, en el debate económico ha prevalecido un fuerte sesgo ideológico que considera superior el funcionamiento del mercado a la acción estatal, desconociendo una larga historia de eficaz intervención pública para apoyar con éxito; incluso, el propio desarrollo capitalista. En su libro “El malestar en la globalización”, Joseph Stiglitz, al referirse al Milagro del Este Asiático-, reconoce que: “La razón era obvia: los países habían tenido éxito no sólo a pesar del hecho de no haber seguido los dictados del Consenso de Washington, sino justamente porque no lo habían hecho”.
Reactivar, modernizar y ampliar el parque productivo nacional requerirá muchos años de aplicación de políticas públicas. La protección y los apoyos del Estado a la producción local es una condición clave para estimular la creación de nuevas fuentes de trabajo estables y bien remuneradas que permitan enfrentar con éxito los flagelos del desempleo, la pobreza y la exclusión social. Ni absolutismo de Estado ni hegemonía del mercado deben ser los extremos en los cuales se plantee el debate económico. Cada uno tiene su función. Pero la intervención del Estado no puede limitarse a corregir las imperfecciones del mercado ni confundirse con las prácticas paternalistas que mediatizan la capacidad emprendedora e innovadora de la gente. Tampoco se trata de tener un Estado más grande sino de fortalecer su capacidad de gestión para el diseño y ejecución de políticas y estrategias orientadas al desarrollo del aparato productivo nacional.
Y no toda intervención del Estado es de carácter progresista o revolucionaria. De hecho, los multimillonarios auxilios financieros que en los Estados Unidos se otorgaron para evitar la quiebra masiva de los bancos e instituciones financieras responsables de la crisis, mientras miles de familias quedaban en la calle al ser ejecutas sus hipotecas por no poder pagar los créditos, demuestra claramente que no toda intervención del Estado está orientada a proteger a los sectores más débiles y desfavorecidos.
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