Víctor Álvarez R.
Premio Nacional de Ciencias
Esta
semana el mundo entero resultó estremecido y escandalizado por la filtración de 2,6
terabytes de información que revelan las propiedades de empresas, activos,
ganancias y evasión tributaria que fue ocultada por jefes de Estado y de
gobierno, líderes de la política mundial y conocidas figuras de las finanzas, los
negocios, los deportes, el cine, el arte y la farándula. A este escándalo los medios de comunicación lo
han llamado Panama Papers
o Papeles de Panamá, y se nutre de la
divulgación de documentos confidenciales de la firma de abogados
panameña Mossack Fonseca que inicialmente fue entregada al periódico alemán
Süddeutsche Zeitung, el cual la difundió ampliamente a través del Consorcio Internacional de Periodistas de
Investigación para que se encargara de analizar y difundir los casos
correspondientes a cada país, cuyos implicados contrataban al bufete los servicios
de asesoría para crear compañías en paraísos fiscales, ocultando su identidad y
origen de los fondos.[
La corrupción rentista
A la luz de lo que revelan los Papeles de Panamá comienzan a conocerse los
casos que involucran a importantes figuras de la economía y políticas
venezolanas. Es un verdadero alud de información del que irán surgiendo nuevos
nombres de los viejos y nuevos ricos que nacieron al amparo de la corrupción
propia de la cultura rentista.
Cuando el ingreso fiscal de una Nación proviene de los impuestos que pagan
los contribuyentes, los gobernantes están sometidos a una enorme presión para
rendir cuentas y asegurar un uso eficiente y transparente de esos tributos.
Pero cuando las arcas públicas dependen de una
renta externa que no la aportan los contribuyentes, ante el desinterés e
indolencia de estos últimos, los gobernantes de ese país no encuentran mayores
restricciones para disponer discrecionalmente del tesoro nacional. Por lo
tanto, la abundante renta derivada de la explotación de los recursos naturales termina
siendo el manantial que alimenta el saqueo y apropiación indebida de los fondos
públicos.
A
diferencia de los impuestos que si le duelen a los contribuyentes y por cuyo
uso exigen cuentas, el ingreso rentístico brinda la fuente de recursos para que
el poder se ejerza sin diferenciar lo público de lo privado. Al inyectar a la circulación doméstica la cuantiosa
renta que no es fruto del esfuerzo productivo interno, sino que proviene de la
explotación de un recurso natural, surge y se expande un desmesurado afán por
la riqueza fácil que da origen a las más variadas y asombrosas formas de
corrupción.
La apropiación indebida de fondos públicos, la malversación de los
presupuestos, el tráfico de influencias, el peculado de uso, el soborno, los
sobreprecios, las empresas de maletín, los testaferros, las importaciones
ficticias, la deuda externa fraudulenta, la fuga de capitales y muchas otras formas de corrupción se ponen
en práctica para capturar la mayor tajada de la renta que sea posible, la cual
es depositada en cuentas secretas en los paraísos fiscales que ocultan la
identidad de los clientes y no reparan en el origen de los fondos.
La debilidad institucional
La corrupción se exacerba
ante un círculo vicioso en el que la debilidad institucional permite la
concentración de poder en una sola persona, la cual a su vez se resiste a cederlo
y prefiere debilitar aún más esas precarias instituciones, hasta que éstas finalmente
terminan secuestradas y podridas por el burocratismo y la corrupción. Este flagelo se agrava en presencia de una
abundante renta petrolera que permite disimular o tapar los enormes huecos que
va dejando la corrupción.
Los
gobernantes de turno -al disponer de una riqueza que no es generada por el
esfuerzo productivo del país-, proceden a repartirla sin mayores exigencias ni
condiciones. Los políticos populistas, en su
afán por aferrarse al poder, conceden toda clase de lisonjas a los diferentes
grupos de presión económica, política y social, cada uno de los cuales hilvana
su mejor argumento para hacerse merecedor del mayor pedazo de la renta, ofreciendo
a cambio su lealtad política y electoral. Así, los incentivos
perversos del populismo rentista también corrompen la
dignidad de un pueblo a través del reparto de dádivas y prebendas, exacerbando
la cultura rentista que pretende vivir de ingresos que no son fruto del
esfuerzo productivo.
La corrupción florece en la debilidad institucional y se agrava por la gran
discrecionalidad con la que actúa quien concentra cada vez un mayor poder. Quien
administra los recursos públicos actúa sin rendir cuenta ante una débil ciudadanía
que no dispone de los mecanismos institucionales para ejercer una eficaz
contraloría social. En tales condiciones es imposible poner bajo el escrutinio de
la ciudadanía la forma como se administran los recursos públicos.
La concentración del poder
Si la gente no tiene la posibilidad de pronunciarse y tomar decisiones
en los espacios que le son cruciales para su existencia, entonces no hay vías
para que se desarrolle el poder ciudadano. Por eso, un asunto clave en la construcción del poder de
la gente tiene que ver con la descentralización de la toma de decisiones. Mientras éstas se concentren
en una sola persona o institución que suele estar en la capital, proliferará el
burocratismo y la corrupción a través de gestores que prometen acelerar el
trámite a cambio del pago de una comisión.
Ningún
Estado que pretende la participación activa y protagónica puede ni debe
administrarlo todo. La transparencia en las decisiones requiere un nuevo marco
legal e institucional que active crecientes espacios para que la ciudadanía
pueda decidir de manera directa y controlar el funcionamiento eficaz de esos
mecanismos de decisión que afectan su vida cotidiana. Las deformaciones burocráticas que hoy afectan al ciudadano de a pie no
son solo una herencia perversa de la IV República. Si algo se debe revisar
autocríticamente en Venezuela es la inercia concentradora y centralista del
poder, toda vez que no sólo las decisiones estratégicas sino incluso muchas decisiones
de rutina requieren la firma del Presidente, del Ministro o de algún alto
funcionario que suele acumular en su escritorio montañas de carpetas que
esperan por su firma.
La
descentralización es la mejor arma para luchar contra el burocratismo y la
corrupción, toda vez que libera a las instancias superiores y organismos
nacionales de una engorrosa carga de trámites administrativos que distraen su
atención de los asuntos realmente estratégicos en los que debe enfocarse. De
allí la importancia de descentralizar todo lo que se pueda descentralizar,
enfrentando la férrea resistencia que opone el burocratismo del poder
constituido, el cual se niega a ceder espacios a la ciudadanía como expresión
del poder constituyente.
Es
probable que se burocratice una institución o que se corrompa la persona responsable,
incluso quien inspecciona puede ser complaciente con lo mal hecho, pero la
ciudadanía que se ve afectada por la ineficiencia y la corrupción no se
corrompe. Al contrario, asume una actitud crítica y cada vez más exigente. Y a medida
que logre fortalecer el marco legal e institucional, contará con instrumentos
adecuados para ejercer una exigente contraloría social que asegure mayor transparencia
y eficiencia en la gestión.
Al
transferir a la ciudadanía organizada el poder de decisión, control y fiscalización
de las entidades administrativas, se abren vías para una creciente
participación de la comunidad en la
solución de sus propios problemas de base. De lo contrario, la participación
ciudadana irremediablemente se desacreditará y se quedará como una retórica
vacía que no convoca ni moviliza a nadie.
El mito de la disolución del Estado nacional
Descentralizar no quiere decir que el Estado nacional se debilita o
desintegra, tal como lo persigue la descentralización
neoliberal. En su afán de abrir todos los mercados al interés de las grandes
corporaciones transnacionales, los fundamentalistas del mercado ven como un
estorbo la soberanía que ejercen los Estados sobre su territorio. Pero la noción
de descentralización que aquí reivindicamos lo que busca es fortalecer la
participación y el poder ciudadano como soportes del Estado nacional. Esto más
bien exige el fortalecimiento (no agigantamiento) del Estado central, para que pueda
estar en condiciones de defender la soberanía nacional.
La descentralización que fortalece el poder ciudadano y popular jamás
puede destruir la unidad de la Nación. Ese es el argumento de la poderosa
nomenklatura que secuestra el poder y se resisten a transferir las competencias
y recursos a las nuevas formas de organización ciudadana. El burocratismo se
aferra al poder para manipularlo como un mecanismo de dominación y no como un
instrumento de emancipación. Lo que facilita la corrupción es la exagerada
concentración de poder en pocas personas o instituciones, es la
discrecionalidad y arbitrariedad con la que se decide, es la falta de
transparencia y la impotencia de la gente para ejercer una eficaz contraloría
social. Eso sí es lo que facilita el avance de la corrupción, va minando la credibilidad
del gobierno, debilita
al Estado y desintegra a una Nación. @victoralvarezr
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