Víctor Álvarez R.
Premio Nacional de Ciencias
El extractivismo-rentista es un modelo
de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales
indispensables para el desarrollo industrial de las grandes potencias. La mayor
parte de la extracción de petróleo, minerales y otras materias primas se hace para
su simple exportación y no para su transformación nacional en productos de
mayor valor agregado que permita sustituir importaciones y diversificar la
oferta exportable. El extractivismo resulta ser un modelo subordinado y
funcional a la lógica de los países de mayor desarrollo. Más que beneficios
económicos, frena la industrialización, reprimariza la economía y genera
grandes costos ambientales y sociales.
Al igual que el capitalismo rentístico -que
sustentó su proceso de acumulación en la captación de una creciente renta petrolera-,
el neo-rentismo socialista ha financiado la inversión social con base en los
ingresos petroleros, sin mayores avances en la creación de un nuevo modelo
productivo emancipador, que asegure la soberanía alimentaria y productiva de la
Nación.
El neorentismo de los gobiernos progresistas
La Revolución Bolivariana ha
reivindicado la soberanía nacional sobre los recursos naturales con un mayor
control del Estado sobre la extracción y exportación del petróleo, pero en
esencia mantiene el mismo modelo extractivista depredador de la naturaleza. De
hecho, en el Plan de la Patria se plantea duplicar la extracción de petróleo
para llevarla de 3 a 6 millones de barriles diarios, en lugar de plantearse una reducción del extractivismo a cambio de
un aumento sostenido de la agricultura e industria en la conformación del PIB.
A diferencia de lo que ocurre en las economías no rentistas -donde se pecha
con impuestos a los que más ganan para redistribuirlos luego en beneficio de
quienes menos tienen-, en los modelos neo-rentistas lo más importante no es la redistribución del ingreso que se genera
a raíz del esfuerzo productivo, sino la distribución
de la renta que se captura en el mercado internacional.
Por eso, los gobiernos
neo-rentistas intensifican sus estrategias para profundizar el extractivismo, maximizar
el cobro de la renta y convertir ésta en la mayor fuente de recursos para
financiar el presupuesto público y la inversión social.
El neo-rentismo en los gobiernos progresistas crea un espejismo de
equidad, justicia y prosperidad, toda vez que la pugna por la distribución del ingreso entre los factores
capital-trabajo queda amortiguada por el reparto de la renta. En efecto, el
mayor ingreso fiscal de origen rentístico permite aumentar la inversión social
sin tener que apelar al cobro de mayores impuestos directos o indirectos. Al no
afectar las ganancias del capital y al mismo tiempo mejorar las remuneraciones de
los trabajadores, el neo-rentismo logra ampliar la base de apoyo económico y social
del proyecto político dominante.
A cada quien según su reclamo
En un país rentista, los actores económicos, sociales,
políticos e institucionales se organizan y afilan argumentos para reclamar su
derecho a recibir el mayor porcentaje de la renta que le sea posible. Así, la
cultura rentista debilita el valor del trabajo, el espíritu emprendedor y el
riesgo empresarial, toda vez que induce a vivir y enriquecerse a partir de las
transferencias del Estado rentista.
De allí que el principal mecanismo de dominación del rentismo se
revela a su vez como el principal obstáculo para lograr su superación. La
ilusión de prosperidad tan arraigada en la cultura rentista se exacerba cuando
se certifican importantes reservas que pueden ser explotadas durante siglos.
Esto brinda una sensación de autosuficiencia y seguridad que recrudece
el consumismo rentista y posterga los esfuerzos por construir un modelo
productivo que asegure independencia y soberanía. Pero el modelo hace crisis
cuando colapsan los precios del petróleo, se derrumba la renta petrolera y quedan
inoperantes los mecanismos a través de los cuales tradicionalmente se
distribuyó la renta:
En primer lugar, la sobrevaluación de la tasa de
cambio se hace insostenible y el espejismo de “un bolívar fuerte, una economía
fuerte” se desvanece. Para correr la arruga y evitar el costo político de la
devaluación, se recurre a toda clase de subterfugios, entre ellos la
implantación de un régimen de cambios múltiple bajo la promesa de asegurar
divisas baratas para la importación de los productos de la canasta básica. Pero
los hechos revelan que el anclaje cambiario no sirve para contener la
inflación. Por el contrario, genera incentivos perversos en quienes reciben la
divisa barata pero fijan el PVP con base en el dólar más caro. A su vez, los
cazadores de renta, especuladores y corruptos se las ingenian para capturar los
dólares baratos y después venderlos más caros en el mercado paralelo.
En segundo lugar, la baja presión fiscal como
mecanismo para la distribución de la renta también se agota y hace crisis. Como
el gobierno necesita con urgencia ingresos fiscales para poder mantener el
elevado nivel de gasto público que fue posible sostener en los tiempos de la
bonanza petrolera, entonces aplica devaluaciones fiscalistas. Convencidos de
que el aumento del gasto público se traduce en mayor popularidad y preferencia
electoral, los gobiernos rentistas -en lugar de reducir el gasto y ajustarlo a
un menor nivel de ingreso-, siguen gastando e incurren en un creciente déficit
fiscal, el cual financian a través de un permanente endeudamiento con el BCV.
Debido a la subordinación del instituto emisor a los mandatos del Ejecutivo, el
BCV realiza desmesuradas emisiones de dinero sin respaldo que -al inyectársele
a una economía signada por la escasez-, propagan y atizan la inflación que
devora el poder de compra de los salarios, cuestión que finalmente se revierte
contra las aspiraciones gubernamentales de lograr una mayor popularidad y
aceptación popular.
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